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Un minuto para reflexionar

 

*Sancocho de ácido, carbón y mercurio... *
 *Por: JUAN GOSSAÍN / CARTAGENA DE INDIAS | 9:28 p.m. | 06 de Diciembre del
2010/ El Tiempo**

El alcatraz que vuela entre mis sueños lleva en su enorme pico una
quimera... (Walt Whitman, Hojas de hierba).

Una mañana de mayo pasado, los viejos madrugadores del pueblo de Marytown,
perdido en las costas que bordean el sudeste de los Estados Unidos, se
levantaron como todos los días a echarles unas migajas de pan a los pájaros
marinos que merodean con mansedumbre por los patios y que se han ido
convirtiendo en sus amigos.

Lo que vieron los dejó espantados: las gaviotas de cabeza negra, que son tan
bellas, también tenían negro el plumaje. Del pico les goteaba una mancha
babosa. No podían levantar el vuelo de la arena, con las patas hundidas en
una masa de chapapote pastoso, como el asfalto cuando se derrite. Una de las
gaviotas miró a la gente pidiendo ayuda.

Según cuentan los testigos, más allá de la playa, cerca del río, tres garzas
morenas habían muerto con los ojos despepitados. El guiso espantoso que
navegaba corriente abajo, matando todo lo que se le atravesara, era la
mezcolanza de petróleo crudo de la empresa British, que cayó pocos días
antes a las aguas del Golfo de México.

A esa misma hora los alcatraces de la bahía de Santa Marta, al norte de
Colombia, desayunaban su ración cotidiana de buñuelos de carbón. El
periodista Antonio José Caballero, grabadora en mano, esperaba en la playa
el regreso de los pescadores que habían salido a trabajar temprano. Mientras
aguardaba, la cámara de su teléfono celular retrató la pala enorme de un
barco carbonero que arrojaba al mar el polvo negro que sobró en las bodegas.

A esa misma hora, en las playas legendarias de Juanchaco y Ladrilleros,
cerca de Buenaventura, los lancheros de cabotaje que llevan carga y
pasajeros por los pueblos que se arraciman en las orillas del Pacífico
limpiaban sus motores preparándose para un nuevo día de trabajo. Como si
fuera la cosa más natural del mundo, arrojaban al mar el contenido de unos
tanques repletos de residuos de gasolina, queroseno y diésel. Un langostino
magnífico, que medía un jeme, iniciaba el día tomándose su primera taza de
combustible. Cuando vi la fotografía en El País de Cali me dieron ganas de
echarme a llorar.

A esa misma hora, en la zona industrial de Cartagena de Indias, abierta
sobre la bahía del Caribe resplandeciente, los trabajadores de una compañía
empacadora se sentaron a desayunar en los comedores de su empresa. En ese
momento volvieron a ver, como venía sucediendo en las mañanas más recientes,
que una nata de tizne cubría la superficie del café con leche, y que una
mermelada negra, tan semejante al betún de limpiar zapatos, se había pegado
al pan y al queso blanco.

Entonces, no aguantaron más. Se levantaron todos, sin que nadie los hubiera
convocado, y comenzaron a golpear los platos contra los mesones. La
algarabía se oyó en media ciudad. Las autoridades ambientales ordenaron el
cierre de un muelle vecino, que se dedica a cargar carbón a cielo raso, sin
mayores precauciones ni cuidados, sin tubos cerrados ni conductores
protegidos. Seis días después el muelle fue reabierto.

A esa misma hora, en la región acuática de La Mojana, que cubre un
gigantesco territorio húmedo de los departamentos de Bolívar, Sucre y
Antioquia, bajaban resoplando los ríos Cauca y san Jorge, que se desbordan
en caños y ciénagas. El apóstol Ordóñez Sampayo, que se ha gastado la vida
defendiendo de la contaminación a campesinos, cosechas y animales, apareció
en la plaza de Guaranda con el dictamen médico en la mano: los doctores
certificaban que los tres niños que nacieron deformes tenían mercurio en el
sistema sanguíneo.
El terrible mal de Minata, como lo saben los japoneses, porque las empresas
en cualquier parte del mundo, en Tokio o en Majagual, arrojan porquerías
químicas a las corrientes, y primero se pudren las aguas, y después nacen
degenerados los peces y los camarones, y después nacen sin ojos los niños
cuyas madres, en aquellos caseríos extraviados de la mano de Dios, consumen
esa agua y esos pescados.

En las cabeceras de ambos ríos, las compañías mineras, que buscan oro entre
la tierra, hacen sus excavaciones con un sancocho de mercurio y ácidos.
Arroyos y acequias se llevan el mazacote. Los bocachicos mueren con la boca
abierta en los playones. Las espigas de arroz no volvieron a crecer.
En medio del desastre causado por las inundaciones, y como si fuera poco,
las yucas harinosas de antes florecen ahora con un hongo químico a manera de
cresta. El hambre campea entre los pocos ranchos que no se ha llevado el
invierno. Las emanaciones de las lagunas huelen a lo mismo que huele un
laboratorio de detergentes.

Hay que decir, también, que los empresarios mineros se defienden diciendo
que Ordóñez Sampayo está loco. Claro que está loco: ningún hombre cuerdo
expone su pellejo ni dedica su vida entera a defender a un ruiseñor, una
mojarra, un plátano pintón, una mazorca de maíz o a una mujer embarazada que
carga un fenómeno en el vientre.

Epílogo

Aquella mañana, cuando los pescadores de Santa Marta regresaron a la playa,
el periodista Caballero los acompañó en su tarea de descamar y abrirles el
buche a los escasos pescados que traían.

-¿Qué es eso? -preguntó, intrigado, al ver unas bolas negras en el estómago
de un bagre.

-Carbón, amigo -le contestó uno de ellos, levantando el animal-. Pelotas de
carbón. Eso es lo que comen ahora.

Caballero tomó más fotografías y se las llevó a algunos funcionarios de la
industria carbonera.

-No se preocupe -le contestó el gerente-. Vamos a construir un nuevo muelle
de última generación.

-No lo dudo -dijo el reportero, con una mueca de dolor que parecía sonrisa-.
No lo dudo: será la última generación.

El día que Caballero me contó esa historia, y me enseñó sus fotografías, ya
no sentí ganas de echarme a llorar, como la vez aquella del langostino
bañado en combustible. Lo que sentí ahora fue rabia. Cuando ya no quede una
sola hoja de acacia, cuando el último pulpo haya muerto atragantado con
ácido sulfúrico y cuando nuestros nietos nazcan con un tumor de carbón
endurecido en la barriga, entonces será demasiado tarde. Dispondremos de
computadores infrarrojos de última generación, pero ya no habrá agua para
beber; los celulares de rayos láser se podrán comprar en las boticas, pero
el sol no volverá a salir; los niños encontrarán el algoritmo de 28 a la
quinta potencia con solo cerrar los ojos, pero dentro de 20 años no sabrán
de qué color era una golondrina.

Los invito a todos a ponerse de pie antes de que se marchite el último
pétalo. Usen el arma prodigiosa del Internet para protestar. Hagan oír su
voz. Que el correo electrónico de los colombianos sirva para algo más que
mandar chistes y felicitaciones de cumpleaños. Porque, si seguimos así, el
día menos pensado no quedará nadie que cumpla años. Ni quién envíe
felicitaciones.
JUAN GOSSAÍN*